domingo, 24 de agosto de 2008

El descubrimiento de Lía

Con mucha dificultad subo un boceto de una parte de la narración...

Capítulo 1: El cambio

Mediaba julio. Un oscuro día con nubes interminables amenazaba con llorar. Desde la ventana de mi cuarto observaba aquel serio paisaje, frotando mis manos heladas y deseando que llegara la lejana primavera. Una lágrima caía lentamente hidratando mi mejilla y mojando débilmente el piso.
Era difícil dejar todo esto para mudarme a… ¿Misiones? No, impensado. Esta vez, seguir el camino profesional de mi padre Francisco me ponía en una compleja situación. Pero supongo que nada podía hacer yo. En fin, emprendo este viaje hacia lo que espero sea una mejor época, ya que según mi padre no habrá más mudanzas ni cambios. Ojalá fuera cierto.
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Ya en el tren, me siento observada por mi padre, quien cree que mis reacciones con tan sólo un berrinche. María, mi madre, se siente tan frustrada como yo. Es muy conocida en el ambiente de la psiquiatría por los avances en sus pacientes y también por las clases que da en la Universidad de Buenos Aires, con lo cual dejar todo su trabajo de años para seguir a su marido es un problema. Mi hermano Manuel no está afectado por nada de lo que ocurre. Con sus escasos catorce años está feliz y ansioso de ver si la selva tiene lianas y animales extraños como imaginó tantas veces con sus cuentos.
Por lo que escuché de charlas entre mis padres nos espera una hermosa casa en las afueras de Posadas, como así también largos viajes hacia la obra de mi padre. Creo que tiene que construir algo así como diez puentes que, ubicados en el medio de la selva, hacen un camino que permite atravesar los arroyos que se esconden entre la vegetación. Tendrá que contratar obreros de la zona, aunque la empresa ya contrató a un capataz que estará bajo las órdenes de mi padre. Espero que sea interesante conocerlo, ya que según parece será una especie de guía hasta que nos sintamos cómodos allí.
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Grata sorpresa me llevé con el capataz. Su nombre es Segundo y su aspecto no condice con lo que imaginé. Nos vino a buscar a la estación, montado en una Grand Cherokee negra, que más bien parece marrón debido al polvillo colorado que levantaba al andar. Su efusividad aún nos sorprende y su forma de manejar nos asusta, se lleva al mundo por delante. Nos advirtió que nadie maneja lento en Posadas, pero dudo que así sea. Con su pelo largo y enrulado parece un perro lanudo. Tiene un símbolo de la paz y una letra china tatuados en sus brazos, y algunos aros en su rostro. Parece joven, de 35 quizás. Su tez es morena del sol y resalta sus ojos azules aturquesados. Tiene todo el aspecto de ser un bohemio con sus sandalias de cuero y shorts de jean rotos. Sonríe todo el tiempo, es amable, un buen hombre a mi juicio.
Segundo nos ayudó a instalarnos en nuestra nueva casa, que más bien parece una cabaña del sur, con sus decoraciones en madera y piedras. Tras la ardua tarea de desempacar, sólo nos queda recorrer el pueblo y la obra de papá.

Capítulo 2: la ciudad y sus recovecos

Con Manuel recorrimos el pueblo: la plaza, la Iglesia, la Biblioteca Popular, la rotonda principal, la comisaría y los lugares más frecuentados por los habitantes, desde pooles hasta confiterías. El paseo excluyó una única zona: la costanera, el puente fronterizo que comunica a Posadas con el Paraguay y las cuatro cuadras que desembocan allí. En Posadas ese lugar es temido, un tabú para cualquier charla. Es tierra de nadie. Segundo fue muy firme al advertirnos a todos:
- Nunca vayan solos al puente fronterizo ni a la costanera. Muchos paraguayos aprovechan la frontera para realizar negocios truchos, contrabandear y robar. La frontera es un arma de doble filo: del lado argentino es peligrosa pero dentro de todo segura, del lado paraguayo… del lado paraguayo no hay ley. Así que si por algún motivo se van o se los llevan para ese lado, cuenten con que estarán solos y nadie los ayudará si les pasa algo. Mejor ni se acerquen –
Igualmente, ya con nuestros padres, recorrimos la costanera en taxi, luego de cenar en un hermoso restaurante. Nuevamente, aunque esta vez en voz del taxista, escuchamos una advertencia que no ignoramos:
- Posadas es bellísima pero recuerden que esta zona… sólo en taxi. Y no lo digo para ganar más dinero ¿eh? Porque estoy acostumbrado a la pobreza. Estamos acostumbrados a la pobreza… Así que ya sabe, todo lo que escuche es cierto pero nadie hace nada porque aunque es tierra de nadie, eso le pertenece a alguien…
- ¿A quien? – preguntó mi padre, inquieto.
- Jum mmm, no importa, ustedes sólo no pregunten y escuchen las advertencias y van a estar bien. Bien, después de bordear la costanera los dejo en el centro ¿si?

Al bordear la costanera con el taxi, pudimos observar el oscuro puente fronterizo, con gente que según el taxista lo recorría a toda hora. Del otro lado, el terreno paraguayo. Observé que no había tanta distancia entre ambos países, con lo cual pude apreciar el paisaje del otro lado del río. Me llamó la atención que a pesar de la pobreza que sucumbe a la zona, hay un montón de camionetas importadas estacionadas en los restaurantes a ambos lados del Paraná. Imagino que serán los pocos ricos que viven en el Paraguay. En fin, el paseo duró una media hora, no había mucho más para ver. Aunque linda, Posadas era una ciudad pequeña. Demás está decir que después de haberla conocido mejor y de haber pasado unos días, me sentí más atraída al lugar y menos frustrada por el cambio.

Capítulo 3: El corazón de la selva

Pasó más de un mes y aún no hemos podido ir a la selva, a excepción de papá obviamente. Creo que mañana será el día. Hablamos con Segundo y exigió que llevemos dos botellas de repelente cada uno, mucho agua y algunas dosis de suero para mordeduras de yarará. Por supuesto tuvimos que vacunarnos contra algunos bichos previamente, no sé cuántas inyecciones mi dieron ya, pero supongo q servirán. Manuel llevará la cámara digital y yo mi cuaderno, para poder describir lo que vea.
Me resulta intrigante este viaje, ya que además iremos a las ruinas de San Ignacio. Segundo nos llevará porque es paso obligado para llegar a la obra, que queda a unos 20 KM de allí.
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Comenzó el viaje. A medida que nos internamos en la selva las expresiones de nuestras caras se acentuaban, y los comentarios enmudecían ante tanta belleza. La selva se mostraba imponente y nos seducía con sus colores, sus plantas y los ruidos de animales que no se dejaban ver. Había flores grandes de un color alilado que proliferaban a lo largo de todo el recorrido. En el camino nos hemos cruzado con algún que otro pueblerino que, cargando un hacha, volvía de cortar maleza para abrir caminos. Como fuera, en realidad los senderos eran pocos, sólo los esenciales para recorrer aquella antesala del Amazonas.

Me sorprendí al ver las ruinas, creí que eran más pequeñas. Realmente quedé atónita frente a la majestuosidad del lugar, y frente a la conservación que presentaban ciertas partes de lo que alguna vez fue una comunidad jesuítica. Recorrimos el lugar en paz y en silencio, pensando cuánto habrían sufrido aquellos jesuitas que entre 1816 y 1819 sufrieron el ataque de portugueses y paraguayos, lo cual culminó con su extinción.
Realmente era paradójico pensar que una comunidad como esta (entre otras 30 que había por la zona), en la que se trataba de integrar y educar a diferentes grupos étnicos, sufriera la expulsión (y matanza en muchos casos) por parte de aquellos que detentaban el poder y que veían en esta experiencia civilizadora un peligro para sus objetivos. “A qué extremo puede llegar el miedo al diferente”, pensaba mientras imaginaba como los colonizadores ocupaban territorios. Terminamos de recorrer el lugar y, tras sacar varias fotos nos despedimos con la promesa de volver y continuamos con el viaje.

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