domingo, 29 de junio de 2008

“Puna”

18 de mayo, 16 hs. Era temprano para la película. Pensé que iba a llegar más tarde porque el colectivo tardó en venir. Sin embargo aparecí allí antes de lo previsto, gracias a un 93 semi vacío que me dejó en Callao y Libertador. Caminé dos cuadras y me vi frente al Palaice de Glace. Mi objetivo allí era ver “Puna”, una película que resultó ser de escasos 44 minutos. Entré al edificio y, sorprendida por todo lo que se exhibía en los diferentes sectores del lugar, atravesé el salón principal y me dirigí a un pasillo que había en el fondo. Asomé la cabeza cuidadosamente para ver qué había allí, hasta que alguien me dijo: “Hola…”
Un hombre de unos 27 años me recibió amablemente y me hizo entrar a una pequeña sala casi vacía, en la que se daría la película. Me senté en el fondo, y me dediqué a observar superficialmente todo ese ambiente: encontré hermosas cortinas de gamuza negras, que colgaban de todas las paredes para darle oscuridad a la sala. Me di cuenta que en realidad, esa era una habitación plagada de ventanales antiguos y grandes, con lo cual las cortinas resultaban ser un buen recurso. Observé brevemente a quienes compartían el salón conmigo, y verifiqué la alta concurrencia de la gente mayor a este tipo de eventos. En seguida me pregunté “¿A esta gente le gustará en cine independiente? ¿Por qué no habría de ser así?”. Como sea, me preparé para algo que sinceramente no esperaba.
16:30 hs. Se apagaron las luces y comenzó la proyección. Sorprendida, me topé con una serie de imágenes transmitidas rápidamente, con sonidos extraños y sin una trama aparente. Un calidoscopio de la puna que mostraba en pantallazos un estilo de vida totalmente ajeno. La fiesta de la Virgen de Lourdes era el contexto en el cual se revelaban pautas culturales que caracterizaban tanto a la fiesta como al pueblo que la celebraba: bailes con extraños disfraces y un duelo entre un torero y un adversario que sale vencedor. Las imágenes de los ojos de la virgen superpuestos a paisajes de la puna creaban un ambiente extraño y lúgubre quizás, que dejó en mí una sensación de sorpresa al terminar la película.
Salí perpleja de aquella sala, me intrigaba imaginar qué habría pensado el creador de esta película mientras trabajaba en el rodaje de la misma. Así también reconocía la originalidad de la proyección, aunque no fuera de mi agrado. Por suerte, luego de este evento tan particular me esperaba otra actividad en la que tenía más fe.

Geertz: Notas

Geertz plantea la dificultad que hay en la objetividad de un estudio antropológico. Es complejo para el antropólogo como hombre “impregnarse” con elementos del objeto de estudio y, acto seguido, construir una descripción objetiva. Resulta contradictorio pensar que un escrito que vacila entre la objetividad y la subjetividad pueda ser leído como un texto científico, ya que tan sólo en el establecimiento de la firma del estudio etnográfico, se impone una impronta personal que choca con el fin de retratar una cultura tal cual es. Incluso la propia observación está condicionada: la posición del antropólogo frente a lo que ve, cómo lo ve, qué busca en la observación, cómo la describe y cómo la inscribe. Todo aquello, todas las preguntas, observaciones, contrastaciones y conclusiones corren el riesgo de develar la posición del antropólogo como hombre y no como estudioso.
Para hablar más claramente, la problemática que aquí se plantea el autor es que resulta práctica y simplemente imposible estudiar formas humanas sin ser humano, como también producir ciencia objetivamente y separándose de la propia subjetividad, aunque ¿debería ocurrir lo contrario, cuando de lo que aquí se trata es de producir un texto científico? ¿Cómo retratar una investigación -basada en el contacto humano- de manera fríamente científica? Dice Geertz: “La dificultad está en que la rareza que supone construir textos ostensiblemente científicos a partir de experiencias claramente biográficas, queda totalmente oscurecida (…). Encontrar a quien pueda construir un texto que se supone debe ser al mismo tiempo una visión íntima y una fría evaluación es un reto tan grande como adquirir la perspectiva adecuada y hacer la evaluación desde el primer momento”.
Entonces, ¿cómo juzgar a un etnógrafo?: ¿es un escritor?, ¿es su producción realmente objetiva, con un perfil científico? Dilema a mi entender irresoluble, se presenta ante mí como algo que me sobrepasa. ¿Cómo hacer una descripción objetiva sin ser quien uno es? Es imposible. Quizás una vía plausible para ello sea dejar que las ideas fluyan, olvidarme de la posición que tengo frente a lo que observo, y simplemente mirar, presentir, dejarme empapar por lo ajeno. Y escribir.

“Les amateurs”

Tras la frustrada experiencia con la proyección de “Puna”, salí del Palaice de Glace para dar una vuelta. Eran las 17 hs y tenía un rato libre, ya que a las 18 me esperaba un concierto de jazz de la banda “Les amateurs”. No quería perdérmelo por nada del mundo, siempre fui amante del género y ansiaba conocer grupos nuevos cómo éste. Después supe que sólo era nuevo para mí, porque es una banda que toca hace varios años.
En fin, me fui a una plaza que está en frente de aquel lugar porque había una enorme feria. Siempre me gustaron esos lugares, atraen a gente muy variada y me recuerdan a una época no tan lejana. Mientras me internaba en esos pasillos, evocaba recuerdos del comienzo de mi adolescencia, plagada de ropajes hindúes y de colores varios que hoy son sólo un recuerdo esbozado en una sonrisa cómplice, de quien disfrutó de incontables momentos. Mientras caminaba escuchaba lenguajes diversos que, flotando en el aire, conformaban una melodía totalmente exótica. Me dejaba llevar por ciertas frases en inglés, que continuamente traducía para mis adentros mientras seguía un rumbo indefinido por aquel lugar.
Ente los pasillos de aquella feria, observaba incansablemente a todos los artesanos, que exponían sus creaciones en medio de la vorágine de todos esos turistas y gentes varias que invadían cada lugar para comprar lo que fuera que se vendiera. Había de todo: desde sandalias, gorros y caricaturas hasta joyas de alpaca, plata, elementos trabajados con vidrio e instrumentos. Pude escuchar música que hace tiempo no recordaba, y sentir ese olorcito a garrapiñada tan particular… Me había insertado en un mundo aparte como una extraña que pronto se familiarizó con todo aquel ambiente, del que no quería escapar pero al que pronto volvería.
Tras un largo rato de caminata y de reencuentro con cosas perdidas, volví al Palaice de Glace. Me senté en el fondo de un ambiente preparado como auditorio y esperé. Había gente probando sonido, haciendo los últimos ajustes de aquel concierto que tanto esperaba ver. A las 18:10 hs, un grupo de gente (cinco personas si mal no recuerdo) subió al escenario y comenzó a tocar. Extrañas notas brotaban de los instrumentos que, en conjunto, producían melodías rarísimas, con un ritmo imposible de seguir. Lo inesperado caracterizaba a esta banda, ya que ni bien llegaba a acostumbrarme a un sonido o a un ritmo, aparecía otro nuevo. Me encantaba esa mezcla de lo diferente con lo improvisado, pero a la vez muy bien pensado, moderno, fusionado.
El concierto duró una hora, aunque me hubiera gustado que durara más. Al salir me pregunté qué hubiera pasado si al llegar al Palaice de Glace no me hubiera chocado con ese pequeño cartel que anunciaba a “Les amateurs”. Oírlos me había transformado, eran lo que estaba buscando y lo que yo misma soñaba hacer en algún momento lejano (o tal vez no). Intentando rememorar el momento me fui caminando por Callao hasta M. T de Alvear, donde pretendía tomarme el colectivo. Definitivamente disfruté mucho de aquel día, que fue distinto y me hizo sentir muy bien. Y respecto a esas melodías, con sus proliferantes notas… aún las busco en mi mente y, cuando logro recordar, me siento como transportada a aquel preciso instante y lugar.

“Los mares del sur”, de Cesare Pavese

En una notable descripción de hermosos paisajes, (“La cumbre está cercana, van aumentando en torno el susurro y el silbido del viento…”) un personaje relata el reencuentro con un familiar que vuelve de un viaje que dura muchos años, y a partir del cual otros familiares hasta lo dan por muerto. (“…mas todos coincidieron en que, si no había muerto, moriría”). Parece haber una cierta admiración, o desconcierto quizás, de parte del protagonista, que ve en su primo a alguien diferente, que regresa de un viaje que lo hace hombre: “Mi primo regresó cuando acabó la guerra, gigantesco, entre unos pocos”.
Ese primo, que parte años atrás en busca de nuevos caminos, se sabe distinto y, por consiguiente, choca con las ideas rasas de un pueblo del que se aleja, pero al que regresa porque es parte de él. “(…) Debí darme cuenta que aquí bueyes y gentes son una misma raza”. En su accionar indiferente frente a quienes lo juzgan por haberse ido y por el estilo de vida que lleva, busca ahora una vida estable, signo de maduración o de haber aprendido en su viaje. En una continua charla con el protagonista, el viajero busca transmitirle al relator las lecciones que rescata de su extensa ruta, por lugares que – gracias a los dones que poseen - le enseñan algo en particular. El protagonista puede ver que el crecimiento personal no necesariamente implica seguir las imposiciones de un pueblo, sino más bien significa superarse a uno mismo, atravesar desafíos cada vez más complejos y seguir íntegro. Se ve en el viajero un cambio, le presencia de ideas que no están en el pueblo, sino en el itinerario – improvisado o no – que sigue durante años y que finaliza en el entendimiento de quien es, o quiere ser. “(…) La vida hay que vivirla lejos del pueblo: se progresa y se goza, y luego, al regresar, se encuentra todo nuevo”.
Entre el relato de imágenes y experiencias, el personaje principal se ve frente a la noción del paso del tiempo y a la búsqueda de quien uno puede ser, frente a cualquier prejuicio, idea o identidad de un pueblo. Se busca ser uno sin importar lo demás, aunque la propia noción del progreso se oponga a otras.

“Río Arriba”

“Río arriba”, película dirigida y actuada por Ulises de la Orden, muestra una superposición entre ciertas búsquedas y hallazgos. Se caracteriza por el viaje que Ulises emprende hacia el norte del país con el objetivo de indagar sobre la historia de su familia, relacionada con la industria del azúcar y sus ingenios. A raíz de esto, el protagonista conoce familiares lejanos que le cuentan cómo su bisabuelo comienza el legado familiar fundando el ingenio “San Isidro”. El viajero conoce dicho lugar, hoy apropiado por una cooperativa que recuperó a la fábrica luego de la época menemista, y se encuentra con una gran industria, que alguna vez fue parte de su familia.
No obstante ello, a partir de este viaje al norte Ulises se ve frente a un hallazgo inesperado que conforma la otra cara de la historia. El protagonista se encuentra con descendientes de los coyas, un pueblo sometido por empresarios azucareros como su bisabuelo, que se van a trabajar a los ingenios (la mayoría de las veces obligados) dejando atrás a su pueblo. Incluso conoce a algunas personas que han vivido esa experiencia en carne propia y que le cuentan cómo era la vida del ingenio y cómo había sido su historia antes de ser sometidos a esos trabajos.
De esta manera, Ulises empieza a indagar cómo la vida de los ingenios afecta a los coyas. Por ejemplo, varios pobladores le cuentan que la vida en estos pueblos indígenas giraba en torno a las terrazas de cultivo, motores de su pequeña economía. Sin embargo, cuando la gente comienza a ir a trabajar a los ingenios, esas terrazas sufren un abandono tal que la economía indígena queda totalmente desmantelada y, como consecuencia, los pocos pobladores que actualmente viven en pueblos como Iruya, sufren una profunda pobreza.
En un triste encuentro con un pueblo sometido, Ulises termina comprometiéndose con una historia ajena pero propia a la vez, ya que se refiere a compatriotas a los que familias como la suya explotaron durante años. Así pues, a lo largo de la película se ve la contracara de una misma historia, el choque entre la felicidad y el crecimiento de una familia y la pobreza y extinción de muchas otras familias, de un pueblo entero.
También presenta un debate implícito sobre el crecimiento de unos pocos a costa de muchos otros, sobre el menosprecio al compatriota, al diferente, al que no tiene la misma clase de vida, a quien comparte un país. Toda la investigación que hace el protagonista, las conversaciones con la gente, el recorrido de amplios y desérticos paisajes, el choque entre esas dos realidades tan opuestas pero tan complementarias a la vez, hace de ésta una película comprometida, realista, con una importante parte de la historia de nuestro país, y a su vez propia del cine independiente. Para verla y reflexionar.

Hallazgo (Reescritura)

3 de septiembre de 1973:
Llego a un lugar que no conocía, pero del que me habían hablado. A medida que voy entrando a San Miguel del Monte descubro con asombro los valles encerrados entre las montañas nevadas, y me imagino explorando esos lugares. Alejarme de la ciudad y acercarme a este refugio parece ser lo que me ayudará a reencontrarme con quien fui alguna vez.
No tengo dónde alojarme, no quise programar nada, así que recurro a la gente del lugar en busca de algún sitio en el cual pueda dormir. El almacenero del pueblo, José, me recomienda una cabaña que hay al pie de la montaña, y amablemente se ofrece a acompañarme hacia el lugar. Mientras me lleva en su vieja camioneta me cuenta sobre lo tranquilo que es vivir en San Miguel, y me garantiza una estadía placentera. Confirmo sus dichos tan sólo con mirar a mi alrededor: calles de tierra abundan y no hay veredas de cemento, sino más bien de pasto. Floridos canteros adornan las esquinas, y las casas son completamente de madera. La calle principal termina al chocar con un sendero, cuidadosamente adornado con plantas y flores, que bordea el río. Hay un puente de madera perfectamente conservado que, atravesando el cordón de agua, conduce a un empinado y verde sendero. Escalar ese gigante de rocas, tierra y pinos debe ser una experiencia maravillosa, mucho más hermosa si en la cima el paisaje se torna blanco y nevado.
Al llegar a destino José me presenta a Carlos, el dueño de la cabaña, y luego se retira tras invitarme a recoger algunos víveres por su almacén. Carlos me ofrece su cabaña a cambio de trabajar medio turno como mesera en una pequeña confitería que posee sobre la avenida principal. Como no tengo planes de regresar a Buenos Aires tan pronto, acepto su propuesta. Además de tener donde dormir y donde trabajar, voy a tener tiempo para recorrer este maravilloso lugar y cambiar un poco el ritmo de vida.
Me dedico a instalarme mientras pienso ¿por qué tardé tanto en venir hasta acá? Presiento que tomé la decisión correcta, tenía que aislarme por un tiempo. Las encrucijadas no son mis aliadas y mi peor enemiga es la indecisión, pero no había lugar a dudas. La vida mustia de la ciudad con sus matices de gris no era una opción posible, ni mucho menos agradable. Nunca fue un deseo y no quiero que siga siendo una realidad.
Siento que un cambio es necesario, y la partida de Martín fue lo que me ayudó a tomar una decisión. Estar sin él me aterraba los primeros días, sobre todo porque no encuentro motivos en su accionar, pero poco a poco me fui convenciendo de que ya era hora de continuar, y un viaje me pareció la mejor forma de eliminar vestigios de miles de recuerdos que me acechaban. Necesitaba soledad.

4 de septiembre de 1973:
Ayer terminé de instalarme y descansé para recuperarme del largo viaje que tuve. Me levanté temprano y ahora estoy en el río disfrutando del sol de la mañana. Mis pensamientos son mi única compañía durante estas horas, se me vienen recuerdos a la cabeza sobre todo lo que me ha pasado últimamente. Pienso mucho en Martín, y en cómo se fue sin decirme a dónde ni cuándo volvería. Insisto en que empezar de nuevo es lo mejor que puedo hacer, y la calma de este lugar me ayuda a comenzar de la mejor manera. Reflexionar me hizo perder la noción del tiempo: debo empezar a trabajar en dos horas, así que antes de comenzar decido salir a recorrer un poco el pueblo.
Me sorprende ver lo pequeño que es este lugar. No hay cine, sólo un pequeño teatro abandonado. La confitería parece ser el único punto de encuentro para la poca juventud que habita en este lugar, y la iglesia se adueña de la vida de San Miguel del Monte. Mientras camino la gente me saluda como si me conociera de toda la vida: la calidez de mis vecinos y el aire mezclado con el olor a tilo de los árboles que hay en las calles me hacen pensar que estoy en casa. De pronto siento una profunda paz, prueba de que mi retiro era necesario, y por otro lado tengo curiosidad por conocer mi nuevo trabajo.
Nunca había trabajado como mesera, en Buenos Aires era secretaria en una importante empresa transnacional. Siempre estaba rodeada de papeles, y mi oficina, aunque lujosa, era muy pequeña. Aquí, en cambio, todo parece ser hermoso, tranquilo y libre. Mi caminata queda interrumpida cuando encuentro a Carlos en la puerta de una antigua casona con un letrero que dice “Confitería Los ángeles”, así que me acerco a saludarlo. Aunque llego temprano, Carlos me lleva a conocer las instalaciones y me explica en qué se basará mi tarea, luego me da una bandeja, un guardapolvo viejo y me envía a atender a los primeros clientes que llegan. Como era de esperarse en un pueblo chico, los clientes ya sabían que me hospedaba en la cabaña de Carlos, que venía de Buenos Aires y que me iba a quedar allí por un tiempo.
- ¿Y en qué parte de Buenos Aires vivías? - me pregunta una mujer mientras ayuda a su hijo a preparar el submarino que le serví.
- Viví mucho tiempo cerca del congreso - contesté con vergüenza.
- ¿Y te gustaba?
- Sí, claro, pero siempre tuve la idea de cambiar de lugar.
- Ahhhh… Bueno, llegaste al lugar indicado. Y podés contar con nosotros cuando quieras, ¿sí? Digo, si necesitás alguna cosa…
- No me cabe la menor duda, fui muy bien recibida. ¡Gracias!
- Cualquier cosa yo atiendo en la mercería, soy Silvia.
- En un gusto conocerte, yo soy Helena, y muchísimas gracias por ofrecerte Silvia, en serio. Pero, ¿dónde queda la mercería?
- Ja ja ja, te vas a dar cuenta, porque es la única que hay.
- Listo, ¡mil gracias!
Así, me retiro de esa mesa, feliz. Me siento cómoda, como si ya formara parte de este lugar.

5 de noviembre de 1973:
El trabajo se desarrolla con tranquilidad, la confitería es hermosa y la gente muy amable. Durante estos meses hice algunas tareas de mantenimiento y decoración para que el lugar se viera mejor. Con Carlos nos llevamos bien, es un hombre muy sabio. Solemos perdernos en largas charlas sobre música y libros, pero de lo que más me gusta hablar con él es de este increíble lugar. Me parece tan misterioso pero tan familiar a la vez, que he decidido no irme de aquí. Aprendí mucho sobre la historia y los vecinos de San Martín. De hecho, cambié el turno del trabajo, así que ahora atiendo durante las mañanas y por las tardes me dedico a escribir, a caminar, a sentarme en la margen del río y tomar un poco de sol.
Al caer el sol, a eso de las siete, me voy a la plaza y les preparo unos mates a los artesanos, que con hermosos objetos adornan sus stands. La verdad es que disfruto mucho de su compañía: siempre tienen una anécdota para contar y muchas veces nos quedamos conversando hasta la madrugada, entre tortas fritas, mates y guitarras. He dejado de sentirme tan vacía, estoy feliz y muy relajada.
Martín me localizó por medio de mi mejor amiga Lía, que sabía que yo estaba en San Miguel. Me quedé atónita cuando, esta tarde, lo vi venir caminando por la calle principal, angustiado, pero feliz al verme caminar hacia él. No me opuse a verlo porque quiero oírlo, quiero saber. Me confesó que irse le hizo tan bien como a mí, y que incluso me escribió una carta que nunca me envió, pero que lo ayudó a decidirse y venir a buscarme. Hablamos y la tormenta pasó. Ahora está a mi lado mientras escribo. Hemos vuelto a vernos y lo demás… se verá con el tiempo. Mejor es no precipitarse.Ambos nos hemos enamorado de este lugar, tiene un aura especial, como si el tiempo se detuviera. Los colores de la naturaleza nos invaden en un arco iris casi insondable, siempre hay algo nuevo, o algo que se redescubre. El día a día es hermoso, con música, charlas y muchísima tranquilidad; y la siesta, gran protagonista de las tardes, es una costumbre nueva, y creo, irremplazable. Con Martín estamos constantemente capturando cada situación, cada imagen, cada instante. Disfrutamos mucho de San Miguel del Monte. Acá somos nosotros mismos de nuevo, un nosotros nuevo.

Viajando un relato

No parece real estar acá, me ha costado tanto la planificación de este viaje que nunca hubiera creído llegar alguna vez. Pero estoy en Pinamar con mis cuatro amigos (La Peti, Mechy, Lulu y Moyi), ya en la mitad de la quincena, con muchas cosas que han pasado y otras que pasarán seguramente.
Presiento que ya hace mucho que vivo acá. Pensar en lo que fue llegar y encontrar el departamento dado vuelta. Gracias a Dios $18.20 en artículos de limpieza pudieron curar aquel lío, que por suerte no fue visto por Lulu y Moyi. Vale decir que esa catástrofe del primer día obviamente fue subsanada con ricos churros y un atardecer en la playa, observando a la gente que se iba y nos dejaba el mar y la arena sólo para nosotros.
Nuestro viaje se desarrolla con normalidad, de la manera que esperábamos creo yo. Estamos disfrutando de la playa de sol a sol: trajimos todo lo que se nos pudiera ocurrir. Por supuesto aprovechamos cada noche también, con salidas y anécdotas que quedarán en el recuerdo. Y no faltan los nuevos amigos: “El pela” e Inés son “vecinos de sombrilla” que comparten todas las tardes con nosotros, y Damián y Cristian -nuestros vecinos de departamento-, disfrutan con nosotros de las noches de guitarras, bongós y tragos tropicales variados y azucarados.
Anécdotas ya hay miles, como los cuatro días seguidos de lluvia, el viaje mar adentro con la banana y la moto de agua… Creo que nadie va a poder contar ese hecho sin referirse, al menos una vez, a mi cara de miedo y vértigo, a cómo cayó Lulu a 20 mts de distancia, a cómo Mechy sufrió nadando sola, ¡o al agua viva y La Peti! Los dolores en el cuerpo, producto de las incontables veces que caímos al mar, me van a durar unos días, pero ¡cómo disfrutamos esa experiencia! Si podemos lo vamos a repetir antes de volver.
Nos faltan varios días para irnos, recién pasaron ocho jornadas de nuestra veraniega estadía y, no obstante, ya hemos disfrutado de casi todo. No quisiera volver, aunque extraño cosas de Buenos Aires, pero juro que me quedaría un mes más si pudiera. Además estoy aprendiendo mucho acá, reencontrándome con pensamientos perdidos, reflexionando sobre errores que cometí, despidiéndome de ciertas cosas y superando otras, y estoy muy feliz por eso. Ansiaba separarme de la ciudad y estar con mis amigos, y ahora que lo vivo me siento en paz, estoy satisfecha por haber logrado algo que me costó tanto alcanzar.
Por otra parte estoy aferrada a nuevas cosas, y reforzando una amistad con mis compañeros de viaje, seres invaluables, comprensivos y especiales. Nada de esto sería lo mismo sin ellos, sin el humor de Mechy, la dedicación de Moyi por cuidarnos como ningún amigo lo haría, la ternura de Lulu, el espíritu único de La Peti. Me siento parte de ellos y ellos parte indivisible de mí. Amo estar acá y disfrutar de su compañía, ir a la playa, reírme de las locuras que hicimos días anteriores, disfrutar de cada salida, todo. Sé que lo que estoy viviendo es inolvidable, que voy a extrañar todo esto cuando vuelva a Buenos Aires, pero no me cabe la menor duda de que los voy a tener a ellos conmigo, y eso me basta y me reconforta.
Por todo esto, sé que este viaje se distingue de cualquier otro. Me siento libre y tengo la mente más clara. Y sobre todo sé que hay muchas cosas que voy a llevarme de este hermoso rincón de playas: tantas historias, olores, charlas con mis amigos, melodías que nos acompañaron casi todo el tiempo, el ruido de las olas, el recuerdo de su color, los largos y anaranjados atardeceres recostados sobre el mar. Es esa sensación de que el tiempo es infinito y los días no pasan, de saberme única en este lugar, de creer que todo hecho pasa y todo recuerdo queda. Sé que al volver hacia Buenos Aires todo eso va a estar reflejado los ojos de mis amigos, cuando sientan al igual que yo, que valió la pena atravesar por tantas cosas para llegar acá, y que éste es sólo uno de tantos viajes que haremos juntos, porque ellos son parte de mi nueva historia y este viaje, tan sólo el comienzo de ella.

Dedicado a mis queridísimos amigos... Siempre con uds.

Etnografía: Entre rieles

Hace frío. Con la cara rosada, producto del continuo choque del viento helado contra mi rostro, llego a la estación de Tigre. Mis manos están tan frías que apenas siento el metal de las monedas que saco de mi bolsillo para pagar el boleto. Extrañamente no hay boleterías abiertas, así que me acerco a una máquina y me dispongo a hacer la cola con paciencia. Hay mucha gente, de variados perfiles: chicos con uniforme, gente mayor, dos albañiles con tachos de pintura, una pareja que no deja de besarse, un chico leyendo un libro mientras espera, hay de todo.
Paso el boleto y cruzo el molinete tras un largo rato de espera. Camino tranquilamente por el andén, mientras observo a la cantidad de gente, que ansiosa, espera la llegada del tren. Realmente se siente el frío, todo el mundo está abrigado como si estuviéramos en el polo, pero no, es Tigre, cuyo aire de río agrega más frialdad aún. Hay varios vendedores ambulantes esperando poder ofrecer sus variados productos dentro de los andenes que están próximos a aparecer.
Tras diez minutos de espera, llega el tren. La gente se agolpa frente a las puertas, esperando que se abran para poder abalanzarse sobre algún asiento. Lo curioso es que hay asientos de sobra, sin embargo parece que el apuro y la ansiedad reinan hasta en las ocasiones menos esperadas. Espero que los ansiosos ocupen un lugar y entro, tranquila, al primer vagón. Comienzo a caminar dentro del tren mientras observo que hay gente que aún está eligiendo un lugar: algunos tienen cara de disgusto por la compañía que tienen al lado, otros buscan un asiento en la ventana, otros quisieran estar solos en todo el tren. Me ubico en uno de los vagones, parada contra una pequeña pared, desde donde se puede observar casi todo el vagón, y por ende, a toda la gente en él.
A medida que pasan las estaciones, veo una gran cantidad de sujetos que entran y salen del vagón, algunos vienen de otros vagones, otros de afuera. Entran, miran alrededor con la esperanza de hallar un asiento, o a alguien conocido quizás, y se ubican donde pueden. Hay mucha gente para ser un sábado a las 15 hs, creo yo.
En la estación de San isidro, me encuentro como testigo de una escena inédita: sube un anciano al vagón, con un banquito y un bandoneón, vestido con una boina, un chaleco con apariencia abrigada y un pantalón gris. Se para, mira a la gente y grita “¡Sólo el amor salvará al mundo!”, luego se sienta y comienza a tocar su bandoneón. Termina el primer tema, y anuncia: “Libertango, de nuestro Astor Piazzolla”. Continúa tocando fervientemente, ahora canciones mucho más tradicionales, no tan agradables como la primera, y al finalizar, se quita la boina y comienza a caminar a lo largo del vagón una y otra vez, buscando quien premie su performance. La gente le da monedas, algún que otro billete cae dentro de la boina. Lo más sorprendente son las risas que genera el anciano con sus reiterados pasos al grito de “¡solo el amor salvará al mundo!”. Se retira hacia otro vagón con una última frase, que pronuncia más tímidamente: “solo el amor salvará al mundo… y lo estamos matando”.
El escenario del vagón vuelve a la normalidad. En cada estación hay alguien que llama la atención por algo: un joven con gruesísimas rastas se para al lado mío, imponiendo presencia, y se baja en la estación “Rivadavia”. Por supuesto no faltan los casi incontables -e incansables- vendedores ambulantes, que con sus cajas de cartón van caminando por todo el tren, en busca de clientes potenciales y anunciando lo que venden con gritos penetrantes y reiterados. Al salir de la estación de Belgrano “C”, mientras el tren comienza a acelerar la marcha paulatinamente, observo al anciano y su bandoneón, caminando por el andén pacíficamente y saludando a todo aquel que pasa a su lado.
Paso la estación de “Lisandro de la Torre”. Falta poco para llegar al final del recorrido: Retiro. Como suele ocurrir muchas veces, el tren se detiene entre éstas estaciones, esperando algo que nunca supe que sería. Esta vez no es la excepción, así que acostumbrada me dedico a mirar por la ventana, buscando cualquier tipo de objeto para ver. La gente se vuelve a poner ansiosa, porque sabe que estamos cercanos a bajar. Ese continuo nerviosismo es lo que más percibí (y percibo) a lo largo de este viaje. Aún estando en medio de la nada, esperando a que el tren reanude la marcha, comienzo a sentir agitación: es la gente que comienza a levantarse y a agolparse contra las puertas, quejándose del servicio y de por qué tienen que esperar. Con resignación me hago a un lado y espero, mientras siento cómo el tren reanuda su breve marcha hasta la estación de Retiro.
Llego a destino. Tras observar el “apuro colectivo” de la gente que sale del tren, me retiro y comienzo a caminar por el gigante andén de la estación. Vuelvo a sentir el frío que congela hasta mis huesos, y observo cómo la gente se va abrigando cada vez más, sacando abrigos de los bolsos, carteras, etc. y poniéndoselos apresuradamente, para capturar todo el calor posible. Me dispongo, nuevamente con mucha paciencia, a mezclarme en el embudo de gente creado en torno a los escasos molinetes habilitados, para poder salir de esa fría estación. Logro alcanzar un molinete y, al pasar, me dedico a observar los grandes pasillos: hay una librería, varios quioscos y locales de comida, los baños, las salidas.
Sorprendida nuevamente por la variedad de gente, me dispongo a salir de aquel lugar, sufriendo algunos empujones y observando las distintas transacciones comerciales entre clientes y vendedores en los locales. Salgo a la calle y doy por finalizado mi viaje.

experiencia en la orilla que se abisma

Incontables fueron las lecturas del programa que me dieron en el cine “Atlas”, en busca de una buena película. Hubo un intento, frustrado por cierto, de asistir una de las proyecciones programadas: lamentablemente los horarios de la facultad y yo no tenemos una buena relación. Así que, el viernes 18 de abril decidí ir y ser partícipe de lo que fuera que dieran en esas salas. Tenía curiosidad por conocer un cine diferente, algo original.
Llegué con tiempo de sobra, así que me senté en un café ubicado en Uriburu y Sta. Fe. Tan sólo dos cuadras me separaban de la misteriosa proyección de las 19hs. Por supuesto, volví a hojear el programa: lo que iba a ver era “La orilla que se abisma”, de Fontán. Mientras imaginaba de qué trataría, miraba con asombro la rapidez con la que se movía la ciudad, como si el tiempo apresurara a la gente, que parecía no llegar a ningún lado y a todos a la vez. Yo era como un sapo de otro pozo, sentada en la vereda con el sabor del café en mis labios, y sintiendo cómo para mí el tiempo no era algo importante. No tenía otra cosa que hacer que ir a ver la película, y estaba dispuesta a disfrutar de aquel anochecer que parecía haber sido creado sólo para mí.
“18.30”, me dije a mí misma, “es hora de acercarme y ver qué pasa”. Pagué el café que con tanto placer había saboreado, y me dirigí hacia el cine. Mientras caminaba esas dos cuadras observaba la extraña fauna que me rodeaba: extranjeros había por doquier, incluso tuve un gracioso encuentro con una pareja de ingleses que se alegró de saber que yo hablaba su idioma. “¡Es que tuvimos la suerte de no encontrar a nadie que hable inglés!”, me decía el hombre. Me reí para mis adentros porque entre tantas personas que hablan inglés justo se encontraron conmigo –una apasionada por el idioma-, y a la vez imaginé que me gustaría mucho retomar las clases que abandoné a principios de este año, de nuevo por horarios de la facultad. Le comenté a la pareja del Festival de Cine, al que de hecho ya habían concurrido, y luego les indiqué cómo llegar a Plaza de Mayo.
Seguí caminando y ahí lo vi: el cine, atestado de gente, tenía varios carteles promocionando el festival, como así también una larga cola para entrar a las salas. Por supuesto la fila no me asustó, así que saqué la entrada y me preparé para una espera paciente, pero corta por suerte. Con sorpresa descubrí que, a pesar de la cantidad de gente que había afuera, la sala sólo estaba llena por la mitad, así que elegí un buen lugar y me dispuse a relajarme.
Nunca había ido sola al cine, siempre una amiga o un novio me acompañaban pero esta vez concluí que sería interesante para disfrutarlo sola. Así que ahí estaba, aún con la sensación de tener el café en mi boca, jugando con mis labios, como tratando de atrapar un sorbo más de aquella taza, y esperando a que la película empezara. De repente, un hombre de unos 50 años vestido con un traje marrón se ubica en frente de la pantalla y se apodera de un micrófono. Era Fontán, guionista y productor de “La orilla que se abisma”, quien anticipando la trama del filme, explicaría en qué se basaba el mismo. Tenía una voz penetrante, grave, y hablaba lentamente acerca de su última producción.
“La orilla que se abisma” se basa en la vida de Juan L. Ortiz y en los poemas que escribió. Como explicó Fontán, el poeta trabaja constantemente sobre lo cotidiano, y de hecho sus producciones son prueba fehaciente de dicho objetivo. Con lo cual, la película que en segundos estaría viendo, intentaba reproducir dicho trabajo, mediante la transmisión de imágenes de la naturaleza de Entre Ríos, hogar natal de Ortiz.
La película, que no era un documental pero tampoco una película en su sentido más estricto y clásico, duraba una hora y algunos minutos más. No tenía personajes estrella ni mucho menos, era simplemente una sucesión de imágenes de la naturaleza que, en un intento de mostrar los lugares que rodearon e influyeron en las producciones de Juan L, terminaron por maravillarme. En seguida me sentí como se hubiera sentido Ortiz viendo todo aquel paisaje: el río, los árboles frondosos, los animales, todo en su estado natural, libre. Me sentí ínfima frente a toda esa perfección, y me fascinó observar bien de cerca cómo las plantas renovaban su color en medio de una tormenta, y cómo las gotas de agua producían insólitas melodías mientras golpeaban a las hojas. El trabajo de edición que acompañó a esas imágenes me pareció excelente, le daba identidad al rodaje; era increíble estar viendo una imagen y, lentamente, pasar a ver otra tan distinta y sin embargo perfectamente encadenada a la anterior. Me llamaba la atención cómo estaban conectadas las imágenes de los arbustos con las del cielo, en un pasaje sutil y delicado en el que casi se superponían los elementos, como queriendo formar un objeto diferente. La película toda era como mis propios ojos observando el mundo en su máxima expresión. Éramos la naturaleza y yo.
Una vez finalizada la película, me quedé a escuchar un breve debate entre Fontán y el público, que curioso le hacía preguntas varias. Recuerdo un alemán que le preguntó si era posible crear la misma película en la ciudad, a lo cual Fontán respondió: “Posible es crear algo similar en la ciudad, sería lindo, pero no sería la misma película, sería algo con otra identidad”. Me quedé con ese diálogo en la mente, ya que el resto fueron elogios variados y preguntas técnicas sobre el montaje y la edición. Al salir de la sala, me topé con aquel hombre que con tanta simpleza había creado una película tan bonita, tan única. Pude hacerle preguntas sobre la producción que hoy presentaba, que por vergüenza no le hice en el debate, y que de hecho él respondió muy amablemente. Conversamos brevemente sobre mi escasa experiencia con el cine independiente, me preguntó qué estudiaba y se alegró mucho cuando le conté sobre la carrera. Tras finalizar la charla, lo felicité por su trabajo y me dirigí a la salida del cine.
Mientras observaba a nuevos espectadores acercarse para ver una nueva película (era la última función de “La orilla que se abisma”), me fui alejando de aquel edificio. Crucé la avenida en medio de la noche iluminada, con la mirada en esos rostros ansiosos por entrar a las salas del cine “Atlas”, y con la satisfacción de quien vuelve de un hermoso y tranquilo paseo por los terrenos entrerrianos.