Incontables son las veces que leí el programa que me dieron en el cine “Atlas”, en busca de una buena película para ver. Hubo un intento, frustrado por cierto, de ver una de las proyecciones programadas: lamentablemente los horarios de la facultad y yo no tenemos una buena relación. Así que, el viernes 18 de abril me decidí a ir y ver lo que fuera que dieran en esas salas. Tenía curiosidad por ver un cine diferente, algo original.
Llegué con tiempo de sobra, así que me senté en un café ubicado en Uriburu y Sta. Fé. Tan sólo dos cuadras me separaban de la misteriosa proyección de las 19hs. Por supuesto, volví a hojear el programa: lo que iba a ver era “La orilla que se abisma”, de Fontán. Mientras imaginaba de qué trataría, miraba con asombro la rapidez con la que se movía la ciudad, como si el tiempo apresurara a la gente, que parecía no llegar a ningún lado y a todos a la vez. Yo era como un sapo de otro pozo, sentada en la vereda con el sabor del café en mis labios, y sintiendo cómo para mí el tiempo no era algo importante. No tenía otra cosa que hacer que ir a ver la película, y estaba dispuesta a disfrutar de aquel anochecer que parecía haber sido creado sólo para mí.
“18.30”, me dije a mí misma, “es hora de acercarme y ver qué pasa”. Pagué el café que con tanto placer había saboreado, y me dirigí hacia el cine. Mientras caminaba esas dos cuadras observaba la extraña fauna que me rodeaba: extranjeros había por doquier, incluso tuve un gracioso encuentro con una pareja de ingleses que se alegró de saber que yo hablaba su idioma. “¡Es que tuvimos la suerte de no encontrar a nadie que hable inglés!”, me decía el hombre. Me reí para mis adentros porque de miles personas que hablan inglés, justo se encontraron conmigo –una apasionada por el idioma-, y a la vez imaginé que me gustaría mucho retomar las clases que abandoné a principios de este año, de nuevo por horarios de la facultad. Le comenté a la pareja del Festival de Cine, al que de hecho ya habían concurrido, y luego les indiqué cómo llegar a Plaza de Mayo.
Seguí caminando y ahí lo vi: el cine, atestado de gente, tenía varios carteles promocionando el festival, como así también una larga cola para entrar a las salas. Por supuesto la fila no me asustó, así que saqué la entrada y me preparé para una espera paciente, pero corta por suerte. Con sorpresa descubrí que, a pesar de la cantidad de gente que había afuera, la sala sólo estaba llena por la mitad, así que elegí un buen lugar y me dispuse a relajarme.
Nunca había ido sola al cine, siempre una amiga o un novio me acompañaban, pero esta vez, y si bien había pensado en ir con algún acompañante, pensé que era interesante para disfrutarlo sola. Así que ahí estaba, aún con la sensación de tener el café en mi boca, jugando con mis labios, como tratando de atrapar un sorbo más de aquella taza, y esperando a que la película empezara. De repente, un hombre de unos 50 años y vestido con un traje marrón se ubica en frente de la pantalla y agarra un micrófono. Era Fontán, guionista y productor de “La orilla que se abisma”, quien anticipando la trama del filme, explicaría en qué se basaba el mismo. Tenía una voz penetrante, grave, y hablaba lentamente acerca de su última producción.
“La orilla que se abisma”, se basa en la vida de Juan L. Ortiz y en los poemas que escribió. Como explicó Fontán, el poeta trabaja constantemente sobre lo cotidiano, y de hecho sus producciones son prueba fehaciente de dicho objetivo. Con lo cual, la película que en segundos estaría viendo, intentaba reproducir dicho trabajo, mediante la transmisión de imágenes de la naturaleza de Entre Ríos, hogar natal de Ortiz.
La película, que no era un documental pero tampoco una película en su sentido más estricto y clásico, duraba una hora y algunos minutos más. No tenía personajes estrella ni mucho menos, era simplemente una sucesión de imágenes de la naturaleza que, en un intento de mostrar los lugares que rodearon e influyeron en las producciones de Juan L, terminaron por maravillarme. En seguida me sentí como se hubiera sentido Ortiz viendo todo aquel -y casi inverosímil- paisaje: el río, los árboles frondosos, los animales, todo en su estado natural, libre. Me sentí ínfima frente a toda esa perfección, y me fascinó observar bien de cerca cómo las plantas renovaban su color en medio de una tormenta, y cómo las gotas de agua producían insólitas melodías mientras golpeaban a las hojas. El trabajo de edición que tuvo esa película me pareció excelente, original, ya que le daba identidad al rodaje. La película toda era como mis propios ojos observando el mundo en su máxima expresión. Éramos la naturaleza y yo.
Una vez finalizada la película, me quedé a escuchar un breve debate entre Fontán y el público, que curioso le hacía preguntas varias. Recuerdo un alemán que le preguntó si era posible crear la misma película en la ciudad, a lo cual Fontán respondió: “Posible es crear algo similar en la ciudad, sería lindo, pero no sería la misma película, sería algo con otra identidad”. Me quedé con ese diálogo en la mente, ya que el resto fueron elogios variados y preguntas técnicas sobre el montaje y la edición. Al salir de la sala, me topé con aquel hombre, que con tanta simpleza había creado una película tan bonita, tan única. Pude hacerle algunas preguntas que por vergüenza no le hice en el debate, y que por cierto él respondió muy amablemente. Conversamos brevemente sobre varias cosas, me preguntó que estudiaba y se alegró mucho cuando le conté sobre la carrera. Tras finalizar la charla, lo felicité por su trabajo y me dirigí a la salida del cine.
Mientras observaba a nuevos espectadores acercarse para ver una nueva película (era el último rodaje de “La orilla que se abisma”), me fui alejando a aquel edificio. Crucé la avenida en medio de la noche iluminada, con la mirada en esos rostros ansiosos de entrar a las salas del cine “Atlas”, y con la satisfacción de quien vuelve de un hermoso y tranquilo paseo por los terrenos entrerrianos.
Llegué con tiempo de sobra, así que me senté en un café ubicado en Uriburu y Sta. Fé. Tan sólo dos cuadras me separaban de la misteriosa proyección de las 19hs. Por supuesto, volví a hojear el programa: lo que iba a ver era “La orilla que se abisma”, de Fontán. Mientras imaginaba de qué trataría, miraba con asombro la rapidez con la que se movía la ciudad, como si el tiempo apresurara a la gente, que parecía no llegar a ningún lado y a todos a la vez. Yo era como un sapo de otro pozo, sentada en la vereda con el sabor del café en mis labios, y sintiendo cómo para mí el tiempo no era algo importante. No tenía otra cosa que hacer que ir a ver la película, y estaba dispuesta a disfrutar de aquel anochecer que parecía haber sido creado sólo para mí.
“18.30”, me dije a mí misma, “es hora de acercarme y ver qué pasa”. Pagué el café que con tanto placer había saboreado, y me dirigí hacia el cine. Mientras caminaba esas dos cuadras observaba la extraña fauna que me rodeaba: extranjeros había por doquier, incluso tuve un gracioso encuentro con una pareja de ingleses que se alegró de saber que yo hablaba su idioma. “¡Es que tuvimos la suerte de no encontrar a nadie que hable inglés!”, me decía el hombre. Me reí para mis adentros porque de miles personas que hablan inglés, justo se encontraron conmigo –una apasionada por el idioma-, y a la vez imaginé que me gustaría mucho retomar las clases que abandoné a principios de este año, de nuevo por horarios de la facultad. Le comenté a la pareja del Festival de Cine, al que de hecho ya habían concurrido, y luego les indiqué cómo llegar a Plaza de Mayo.
Seguí caminando y ahí lo vi: el cine, atestado de gente, tenía varios carteles promocionando el festival, como así también una larga cola para entrar a las salas. Por supuesto la fila no me asustó, así que saqué la entrada y me preparé para una espera paciente, pero corta por suerte. Con sorpresa descubrí que, a pesar de la cantidad de gente que había afuera, la sala sólo estaba llena por la mitad, así que elegí un buen lugar y me dispuse a relajarme.
Nunca había ido sola al cine, siempre una amiga o un novio me acompañaban, pero esta vez, y si bien había pensado en ir con algún acompañante, pensé que era interesante para disfrutarlo sola. Así que ahí estaba, aún con la sensación de tener el café en mi boca, jugando con mis labios, como tratando de atrapar un sorbo más de aquella taza, y esperando a que la película empezara. De repente, un hombre de unos 50 años y vestido con un traje marrón se ubica en frente de la pantalla y agarra un micrófono. Era Fontán, guionista y productor de “La orilla que se abisma”, quien anticipando la trama del filme, explicaría en qué se basaba el mismo. Tenía una voz penetrante, grave, y hablaba lentamente acerca de su última producción.
“La orilla que se abisma”, se basa en la vida de Juan L. Ortiz y en los poemas que escribió. Como explicó Fontán, el poeta trabaja constantemente sobre lo cotidiano, y de hecho sus producciones son prueba fehaciente de dicho objetivo. Con lo cual, la película que en segundos estaría viendo, intentaba reproducir dicho trabajo, mediante la transmisión de imágenes de la naturaleza de Entre Ríos, hogar natal de Ortiz.
La película, que no era un documental pero tampoco una película en su sentido más estricto y clásico, duraba una hora y algunos minutos más. No tenía personajes estrella ni mucho menos, era simplemente una sucesión de imágenes de la naturaleza que, en un intento de mostrar los lugares que rodearon e influyeron en las producciones de Juan L, terminaron por maravillarme. En seguida me sentí como se hubiera sentido Ortiz viendo todo aquel -y casi inverosímil- paisaje: el río, los árboles frondosos, los animales, todo en su estado natural, libre. Me sentí ínfima frente a toda esa perfección, y me fascinó observar bien de cerca cómo las plantas renovaban su color en medio de una tormenta, y cómo las gotas de agua producían insólitas melodías mientras golpeaban a las hojas. El trabajo de edición que tuvo esa película me pareció excelente, original, ya que le daba identidad al rodaje. La película toda era como mis propios ojos observando el mundo en su máxima expresión. Éramos la naturaleza y yo.
Una vez finalizada la película, me quedé a escuchar un breve debate entre Fontán y el público, que curioso le hacía preguntas varias. Recuerdo un alemán que le preguntó si era posible crear la misma película en la ciudad, a lo cual Fontán respondió: “Posible es crear algo similar en la ciudad, sería lindo, pero no sería la misma película, sería algo con otra identidad”. Me quedé con ese diálogo en la mente, ya que el resto fueron elogios variados y preguntas técnicas sobre el montaje y la edición. Al salir de la sala, me topé con aquel hombre, que con tanta simpleza había creado una película tan bonita, tan única. Pude hacerle algunas preguntas que por vergüenza no le hice en el debate, y que por cierto él respondió muy amablemente. Conversamos brevemente sobre varias cosas, me preguntó que estudiaba y se alegró mucho cuando le conté sobre la carrera. Tras finalizar la charla, lo felicité por su trabajo y me dirigí a la salida del cine.
Mientras observaba a nuevos espectadores acercarse para ver una nueva película (era el último rodaje de “La orilla que se abisma”), me fui alejando a aquel edificio. Crucé la avenida en medio de la noche iluminada, con la mirada en esos rostros ansiosos de entrar a las salas del cine “Atlas”, y con la satisfacción de quien vuelve de un hermoso y tranquilo paseo por los terrenos entrerrianos.