domingo, 29 de junio de 2008

Etnografía: Entre rieles

Hace frío. Con la cara rosada, producto del continuo choque del viento helado contra mi rostro, llego a la estación de Tigre. Mis manos están tan frías que apenas siento el metal de las monedas que saco de mi bolsillo para pagar el boleto. Extrañamente no hay boleterías abiertas, así que me acerco a una máquina y me dispongo a hacer la cola con paciencia. Hay mucha gente, de variados perfiles: chicos con uniforme, gente mayor, dos albañiles con tachos de pintura, una pareja que no deja de besarse, un chico leyendo un libro mientras espera, hay de todo.
Paso el boleto y cruzo el molinete tras un largo rato de espera. Camino tranquilamente por el andén, mientras observo a la cantidad de gente, que ansiosa, espera la llegada del tren. Realmente se siente el frío, todo el mundo está abrigado como si estuviéramos en el polo, pero no, es Tigre, cuyo aire de río agrega más frialdad aún. Hay varios vendedores ambulantes esperando poder ofrecer sus variados productos dentro de los andenes que están próximos a aparecer.
Tras diez minutos de espera, llega el tren. La gente se agolpa frente a las puertas, esperando que se abran para poder abalanzarse sobre algún asiento. Lo curioso es que hay asientos de sobra, sin embargo parece que el apuro y la ansiedad reinan hasta en las ocasiones menos esperadas. Espero que los ansiosos ocupen un lugar y entro, tranquila, al primer vagón. Comienzo a caminar dentro del tren mientras observo que hay gente que aún está eligiendo un lugar: algunos tienen cara de disgusto por la compañía que tienen al lado, otros buscan un asiento en la ventana, otros quisieran estar solos en todo el tren. Me ubico en uno de los vagones, parada contra una pequeña pared, desde donde se puede observar casi todo el vagón, y por ende, a toda la gente en él.
A medida que pasan las estaciones, veo una gran cantidad de sujetos que entran y salen del vagón, algunos vienen de otros vagones, otros de afuera. Entran, miran alrededor con la esperanza de hallar un asiento, o a alguien conocido quizás, y se ubican donde pueden. Hay mucha gente para ser un sábado a las 15 hs, creo yo.
En la estación de San isidro, me encuentro como testigo de una escena inédita: sube un anciano al vagón, con un banquito y un bandoneón, vestido con una boina, un chaleco con apariencia abrigada y un pantalón gris. Se para, mira a la gente y grita “¡Sólo el amor salvará al mundo!”, luego se sienta y comienza a tocar su bandoneón. Termina el primer tema, y anuncia: “Libertango, de nuestro Astor Piazzolla”. Continúa tocando fervientemente, ahora canciones mucho más tradicionales, no tan agradables como la primera, y al finalizar, se quita la boina y comienza a caminar a lo largo del vagón una y otra vez, buscando quien premie su performance. La gente le da monedas, algún que otro billete cae dentro de la boina. Lo más sorprendente son las risas que genera el anciano con sus reiterados pasos al grito de “¡solo el amor salvará al mundo!”. Se retira hacia otro vagón con una última frase, que pronuncia más tímidamente: “solo el amor salvará al mundo… y lo estamos matando”.
El escenario del vagón vuelve a la normalidad. En cada estación hay alguien que llama la atención por algo: un joven con gruesísimas rastas se para al lado mío, imponiendo presencia, y se baja en la estación “Rivadavia”. Por supuesto no faltan los casi incontables -e incansables- vendedores ambulantes, que con sus cajas de cartón van caminando por todo el tren, en busca de clientes potenciales y anunciando lo que venden con gritos penetrantes y reiterados. Al salir de la estación de Belgrano “C”, mientras el tren comienza a acelerar la marcha paulatinamente, observo al anciano y su bandoneón, caminando por el andén pacíficamente y saludando a todo aquel que pasa a su lado.
Paso la estación de “Lisandro de la Torre”. Falta poco para llegar al final del recorrido: Retiro. Como suele ocurrir muchas veces, el tren se detiene entre éstas estaciones, esperando algo que nunca supe que sería. Esta vez no es la excepción, así que acostumbrada me dedico a mirar por la ventana, buscando cualquier tipo de objeto para ver. La gente se vuelve a poner ansiosa, porque sabe que estamos cercanos a bajar. Ese continuo nerviosismo es lo que más percibí (y percibo) a lo largo de este viaje. Aún estando en medio de la nada, esperando a que el tren reanude la marcha, comienzo a sentir agitación: es la gente que comienza a levantarse y a agolparse contra las puertas, quejándose del servicio y de por qué tienen que esperar. Con resignación me hago a un lado y espero, mientras siento cómo el tren reanuda su breve marcha hasta la estación de Retiro.
Llego a destino. Tras observar el “apuro colectivo” de la gente que sale del tren, me retiro y comienzo a caminar por el gigante andén de la estación. Vuelvo a sentir el frío que congela hasta mis huesos, y observo cómo la gente se va abrigando cada vez más, sacando abrigos de los bolsos, carteras, etc. y poniéndoselos apresuradamente, para capturar todo el calor posible. Me dispongo, nuevamente con mucha paciencia, a mezclarme en el embudo de gente creado en torno a los escasos molinetes habilitados, para poder salir de esa fría estación. Logro alcanzar un molinete y, al pasar, me dedico a observar los grandes pasillos: hay una librería, varios quioscos y locales de comida, los baños, las salidas.
Sorprendida nuevamente por la variedad de gente, me dispongo a salir de aquel lugar, sufriendo algunos empujones y observando las distintas transacciones comerciales entre clientes y vendedores en los locales. Salgo a la calle y doy por finalizado mi viaje.

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