viernes, 12 de septiembre de 2008

Capítulo 3: El corazón de la selva

Ya había pasado casi un mes y nadie se había internado en la selva a excepción de Francisco, quien debía ir a trabajar y sólo lo hacía con la ayuda de Segundo. Tras la continua insistencia de los chicos para ir a la selva con su padre, el capataz sugirió que tal travesía podría hacerse únicamente si se vacunaban contra la fiebre amarilla y si trasladaban algunas dosis de suero contra las mordeduras de yayará.
- ¡El que no se vacuna que lo olvide! Y traigan dos frascos de repelente cada uno… - Advirtió Segundo.
Al día siguiente antes del amanecer, lo único que pudo oírse fue el rugido de las llantas de “la bestia” sobre el polvo rojo, rumbo al verde laberinto de lianas y animales extraños. Lía cargaba un morral que contenía una cantimplora, los repelentes y por supuesto, su cuaderno para tomar notas sobre cualquier cosa que viera. Manuel llevaba una cámara digital, cantimplora y algunos dulces por si les bajaba la presión.
Segundo los llevaría a la obra donde se encontrarían con Francisco, tras un paso por las Ruinas de San Ignacio. La ansiedad de los chicos era enorme, y a medida que se internaban en la selva, las expresiones de sus caras se acentuaban y los comentarios enmudecían ante tanta belleza. La selva se mostraba imponente y los seducía con sus colores, sus plantas y los ruidos de animales que no se dejaban ver. Había flores grandes de un color alilado que proliferaban a lo largo de todo el recorrido. El repelente los protegía de los gigantes mosquitos que zumbaban como nunca antes habían oído. Todo lo que alguna vez habían visto en la ciudad era ínfimo en la selva.
Mientras avanzaban en el angosto sendero con “la bestia” se cruzaban con algún que otro pueblerino que, cargando un hacha, volvía de cortar maleza para abrir caminos. Como fuera, en realidad los senderos eran pocos, sólo los esenciales para recorrer aquella antesala del Amazonas.
Luego de una hora de búsqueda, Segundo y los chicos se vieron frente a las Ruinas de San Ignacio. Un paraje inhóspito claro está, ya que a esas alturas no había ruido ni señal de la ciudad de Posadas. Todo era silencio, salvo por el ruido de la propia selva que se expresaba en libertad. No obstante, este punto era turístico así que en la entrada se oía a algunos visitantes de variedad étnica que intercambiaban frases en distintos idiomas.
Lía se sorprendió al ver las ruinas, creyó que eran más pequeñas. Realmente quedó atónita frente a la majestuosidad del lugar y a la conservación que presentaban ciertas partes de lo que alguna vez fue una comunidad jesuítica. Recorrieron el lugar en paz y en silencio, pensando cuánto habrían sufrido aquellos jesuitas que entre 1816 y 1819 sufrieron un ataque de portugueses y paraguayos que culminó con su extinción.
Era paradójico pensar que una comunidad como esta (entre otras 30 que había por la zona), en la que se trataba de integrar y educar a diferentes grupos étnicos, sufriera la expulsión (y matanza en muchos casos) por parte de aquellos que detentaban el poder y que veían en esta experiencia civilizadora un peligro para sus objetivos. “A qué extremo puede llegar el miedo al diferente”, pensaba Lía mientras imaginaba como los colonizadores ocupaban territorios. Terminaron de recorrer el lugar y tras sacar varias fotos, se despidieron con la promesa de volver y continuaron el viaje.

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