viernes, 12 de septiembre de 2008

Capítulo 6: La sorpresa

El día D transcurrió con aparente normalidad. Lo últimos días Manuel interrogando a Lía, quien argumentó sentir que era una locura seguir investigando algo que nadie logró terminar. Manuel se fue a visitar a su padre tranquilo ese día, pensando que Lía no haría ninguna locura.
Por su parte, la joven se sentía extraña. El estómago estorbaba y no la dejaba tolerar bocado alguno. La animó recibir una carta de su madre. Impacientemente, y casi destruyendo el sobre, comenzó a leer.

Hija mía:
Obviamente me dejás preocupada. Papá ya sabe todo esto, quedate tranquila porque ya tomó las precauciones necesarias. Tratá de no hacer locuras nena, por favor. Si llegás a encontrar algo no dudes en mandármelo, pero por favor pensá antes de actuar. Sabés que estoy con vos desde siempre, no te voy a dejar. Y cada vez que necesites hablar escribime, me encanta recibir cosas tuyas.
Mi vida también es rutinaria, mis paciente mejoran es verdad, pero no doy a basto. Duermo poco, así que el estrés me desborda.
Mi amor tengo que dejarte, me llaman. Lamento la brevedad de estas líneas, prometo contarte algo más la próxima. No te olvides que te quiero.
Con amor,

Mamá.
……………………………

Al atardecer, llegaron Francisco y Manuel y se encontraron con unos ricos amargos y tostadas con manteca y dulce. Todos se sentaron a la mesa y conversaron sobre temas sin trascendencia. Francisco se veía cansado y se quejaba sobre lo difícil que se tornaba trabajar con cuatro hombres menos. Lía se ponía colorada, como si tuviera que ver con aquellas desapariciones. Sentía culpa por se deshonesta con su familia.
- Esta noche… Esta noche salgo pá – dijo tímidamente.
- ¿Y a dónde pensás ir sola de noche?
- Sola no, con alguien… Me pasa a buscar por acá.
- ¿Quién?
- Se llama Martín, trabaja en “La gaceta de Misiones”. El otro día fui a conocer la redacción y lo conocí. Es muy simpático.
- … Está bien hija, quiero verlo igual ¿eh?
- No te hagas drama, me viene a buscar.

Pocas horas después, sonó el timbre. Lía, quien estaba aún más nerviosa, se acercó al pasillo y se quedó parada, escuchando.
- Buenas noches, mi nombre es Martín, venía a buscar a Lía…
- Que tal Martín, soy Francisco, el padre. Pasá che, pasá que ya la llamo.
- Gracias – dijo tímidamente Martín, que previamente había sido avisado de la coartada a emplear.
- Líaaa… Vení negraaa… - Francisco se sentía extraño, Lía no era una joven a la que le gustara presentar a sus novios.
- ¡Ay llegaste! No había escuchado… Veo que conociste a papá. – los nervios de Lía aparentaban ser por la situación y no por lo que vendría después.
- Vayan chicos, no se retrasen, la noche está hermosa. Cuidala ¿si?
- No se preocupe señor, vine en el jeep y sola no la dejaría volver.
- Bueno pá – interrumpió Lía – Chau – Le dio un beso en la mejilla a Francisco y salió, seguida por Martín, quien le abrió la puerta del jeep y luego arrancó.
Las primeras cuadras se hicieron en silencio. Se escuchaba a Serú Giran en el audio del jeep. Los dos se veían nerviosos, pero comprometidos con su objetivo.
- Hace cuánto que no escucho “Eiti leda” – dijo Lía, tratando de pensar en otra cosa.
Charlaron un rato de música, y Lía agradeció a Martín por haber sido cómplice de aquella situación con Francisco. No obstante, hubo algo de verdad en todo ello, la atracción entre ambos comenzaba a hacerse evidente.
Llegaron a la costanera y estacionaron el jeep lejos de las cuatro famosas cuadras de peligro, sabían que era probable que no estuviera en su lugar al regresar. Caminaron con inhibidos hasta acercarse al puente. Lía frenó. Se sentía paralizada. Martín la abrazó fuertemente, hasta que se decidieron y cruzaron.
Una vez del otro lado, Lía se sintió sorprendida. Estaban ya en otro país, y nadie les había pedido identificación. Comenzaba a creer que de ese lado del Paraná no había ley.
- Mirá, si caminamos dos cuadras hacia la derecha y cuatro hacia adentro, vamos a ver que empiezan los senderos de la selva. Por esos pasillos caminan “las mulas” de Abalos. Podríamos buscar un lugar donde escondernos y esperar un tiempo…
- Sí, podríamos sacar una par de fotos ahí.
Caminaron silenciosos aquellas seis cuadras que los alejaban del puente, rogando por dentro poder volver. Se escondieron en la noche, esperando algún movimiento. Ambos tenían sus cámaras al acecho. Martín observaba a Lía, quien enjugaba sus lágrimas y hacía esfuerzos por no seguir lagrimeando. Dulce y caballerosamente, secó las pocas lágrimas que caían en su rostro con su pañuelo, y la besó dulcemente. Lía se sorprendió con el beso de Martín, pero a la vez se sentía bien. Pocas veces había sentido lo que aquella noche le hacía sentir aquel hombre de ojos penetrantes y claros.
Al instante de dulzura le siguió el peligro. Martín abrazaba a Lía cuando sonidos de pisadas irrumpieron la escena. Ambos se irguieron y comenzaron a prestar atención. Un hombre caminaba con una escopeta en la mano, seguido por seis hombres que cargaban enormes bolsas a cuestas. Otro hombre que portaba un arma larga cerraba la fila y apuraba a los demás con insultos varios.
- ¡Tincho, mirá! Esos cuatro son los obreros… - Lía susurraba apenas, mientras Martín sacaba fotos.
- Tranquila Lía, les saco fotos y las llevamos a la cana. O mejor, al diario.
- Shh, no hagamos ruidos…
Ambos sacaban fotos constantemente mientras la escena transcurría frente a sus ojos. El hombre que presidía la fila se detuvo, y todos de dispusieron a esperar. De repente un rodado comenzó a acercarse. Era una camioneta blanca muy lujosa e importada, que se detuvo frente a ellos. De ella bajó un hombre, que tras revisar las bolsas abrió el fondo de la camioneta. Los hombres que las cargaban comenzaron a subirlas mientras los demás supervisaban alrededor.
Lía y Martín fotografiaban todo, hasta que todo se echó a perder. La luna, que penetraba con su luz a través de las plantas, hizo reflejo sobre la lente de una de las cámaras. Todos los hombres se quedaron inmóviles ante la advertencia del dueño de la camioneta, quien ordenó revisar la zona. Sus secuaces revisaban el terreno acercándose cada vez más a los jóvenes. Uno de ellos se paró a un metro de Lía. Divisó su silueta, y sólo quedó una cosa por hacer: correr.
Martín y Lía corrieron tan rápido como pudieron, mientras sentían cómo los hombres les pisaban el rastro. El miedo realmente los invadió cuando comenzaron a oír tiros. Nunca habían oído tan agudo ruido, penetrante hasta los huesos. Una bala hirió a Martín en la pierna y lo tiró al piso de dolor. Mientras él se retorcía Lía intentaba agarrarlo.
- ¡Corré nena! ¡Y salvá esas fotos!
- ¡No me voy sin vos!
Lía logró levantarlo y, de a poco, retomaron la marcha. No obstante, ya era tarde. La camioneta blanca los sorprendió por delante, cerrándoles el camino. Los jóvenes frenaron, mientras fueron rodeados por los dos hombres con sus armas largas. El conductor de la camioneta bajó del vehículo y se dirigió a ellos.
- La verdad, comenzaba a preguntarme cuándo vendrían – Armando Abalos tenía una voz grave, de ultratumba.
- … Cómo… - A Lía le ganaba el cansancio y la sorpresa. Quería decir tantas cosas, pero estaba muda a la vez.
- ¿Cómo? Mi amor no seas tonta, ¿creés que no sabía nada? Ja ja, como se nota que sos gringa, no me conocés. Y en cuanto a vos, me sorprende que no imaginaras que te iba a pasar esto si cruzabas el puente. Considérense muertos.
- Hay gente que sabe que vine Abalos, nos van a buscar… - Martín sufría por su pierna, pero aún así protegía a Lía ubicándola detrás de él.
- Se, seguro… Ambos sabemos que nadie los va a encontrar. Muchachos, suban a Martincito en la parte de atrás y sigan caminando. Quiero que me traigan la otra carga mañana, ¿está claro? Y Lía, vos venís a casa conmigo. Ya pensaremos que hacemos con vos. En realidad, supongo que los dos tendrán alguna utilidad. Ya veremos.
Lía sentía como cada vez se internaban aún más en la selva. Pensaba en Martín, quien se había hecho un torniquete en la pierna y ya había perdido la conciencia por el dolor. Abalos la había sujetado con fuerza al asiento. Su boca estaba amarrada. Miraba a su captor con miedo e imaginaba el destino que tendría esta odisea. Trataba de retener imágenes de la selva por si lograba escapar, pero el paisaje era tan repetitivo que nada de eso sería fructífero. La luna apenas se veía, la oscuridad reinaba en aquel frondoso laberinto. Todo era incierto en ese momento, aunque la suerte ya estaba echada y el juego había comenzado.

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