miércoles, 14 de mayo de 2008

Entre sueños y un café

El frío congelaba mis huesos. Estaba en la parada de colectivo, rogando no llegar tarde. Me hubiera encantado viajar en auto pero mis padres iban para otro lado. Lo que me consolaba, no obstante, era saber que el viaje en ese colectivo era dentro de todo placentero: la calefacción y la esperanza de viajar sentada me cambiaban el panorama.
Gracias a mis huesos, llegó el bendito colectivo. Me senté en el fondo de todo, junto a un sujeto bastante curioso que, en continuos y claros gestos de mala educación, se la pasaba mirando lo que escribo. Con mucha rabia, le dirigí unas cuantas miradas amenazadoras. Al poco tiempo bajó, dejándome pensar tranquilamente.
Me adueñé del fondo del colectivo mientras miraba, medio dormida, a toda la gente de afuera yendo al mismo lugar. Todos en sus autos, colectivos, motos, en un monótono y congestionado tránsito. De golpe, en medio del color oscuro que predominaba en la escena, luces naranjas y titilantes comenzaron a llamar mi atención. Había un accidente. Me desesperaba ver a todos los curiosos, que al frenar para ver el choque, entorpecían aún más el tránsito.
Mientras observaba el escenario, la imagen de mis padres se me vino a la mente. Pensé “¿Habrán pasado el choque ya? Los llamo”. Así fue como marqué el número de mi padre, en medio de una inexplicable preocupación. Esperé. No atendía. Tratando de no ponerme nerviosa, llamé a mi madre. Nada. ¿Y si no habían pasado el choque?
En un estado de confusión total me pegué a los vidrios del colectivo. Era una más entre tantos curiosos, a los que había observado con mirada crítica minutos atrás. No podía ver nada, había mucho lío de smoke y autos y, por lo visto, el choque había ocurrido kilómetros más adelante. Mientras buscaba con la mirada, como creyendo que mis padres podrían estar ahí, llamaba por teléfono una y otra vez, sin poder dar con ellos.
Trataba de auto convencerme. “Seguro estoy imaginando cualquiera”, pensaba. Hasta que por fin llegué a ver el choque. Eran tres autos, dos de los cuales estaban completamente arruinados. El tercer auto sólo tenía abolladuras y los vidrios rotos. Para mi sorpresa, era del mismo color y modelo que el de mis padres. “¡¿La patente?!” No estaba.
Más pensaba y más me desesperaba, mientras sentía mis dedos cansados de tanto marcar números. Alucinaba sobre lo que les habría pasado, estaba ida. Era capaz de parar el colectivo en el medio de la ruta para ir a buscarlos. De repente, irrumpe una voz con mucha insistencia.
- Nena. ¡Nena! -
- ¿Mamá? ¡Mamá! ¡¿Por qué no me atendieron?! ¡¿Qué pasó?! ¡¿Chocaron?! ¿Qué…?
- Nena ¿en qué estás pensando? Son las siete menos cinco, se te hizo re tarde… Y tu despertador no deja de sonar… ¡Despabilate!
- ¿¿Qué?? -, grité mientras me daba cuenta de todo lo que estaba pasando.
- Como que… Que te quedaste dormida sonsa. Dale, arriba. Cambiate que te hago un café.
Me incorporé y me encontré en la cama, perpleja. Me vestí y salí al encuentro de mi madre, que me estaba sirviendo un café en la cocina. Me miró como quien mira a un loco y no entiende, y sorprendida - e incluso ahogada - recibió un abrazo mío, como si nunca la abrazara.
Me miró nuevamente y nos largamos a reír.

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