Estoy en una cornisa, amenazado por los hechos. Helena se fue. Volví a Buenos Aires a buscarla y sólo encontré armarios y cajones vacíos, en lo que fue nuestro rincón del mundo. Recurrí a su mejor amiga Lía, quien me dijo que renunció a su trabajo hace un mes y se fue a vivir a San Miguel del Monte. No recuerdo dónde queda ese lugar, pero siempre supe que a ella le intrigaba ir.
Ahora lamento aún más haberla dejado, pero entiendo su accionar. Estuvimos algo más de dos años juntos, su vida era la mía, yo compartía todo con ella, y eso estaba bien para ambos. Sin embargo, hace tres meses me fui. Un día, sin motivos que pudiera explicar, tomé apresuradamente mis cosas y partí, sin dejar más rastros que el desorden hecho y un departamento medio vacío. No quería enfrentar a Helena ni dar ninguna explicación cuando no la tenía, sólo quería irme y que no me pregunte nada. Era costumbre de ella querer saber todo. Siempre tan curiosa, de todo preguntaba. Pero no era el momento de explicar. Ahora lo es. Me desespera querer verla, contarle, pedirle que esté conmigo y no encontrarla. Nunca pensé que iba a pagar tan caro mis arrebatos y errores. Pero sé también que esto debe ser mucho para ella, como lo es para mí. Soy conciente de mi egoísmo al actuar, pero también creo que en algún punto fue lo mejor que pude hacer.
Estuve algún tiempo en España, sintiendo que en algún momento iba a tener que explicar las razones de abrupta huida. Le escribí una carta a Helena con ese objetivo, pero por miedo nunca se la envié. Así que, luego de pensar un tiempo, decidí volver. Estaba mucho mejor, me hacía mucha falta estar con ella y quería que lo supiera. Pero no haberla encontrado me sumió en un profundo desconcierto.
La única solución que encuentro posible, es ir a San Miguel del Monte a buscarla, a entregarle la carta, a hablarle y escucharla. Ya no hay miedo, sino más bien una profunda necesidad de adueñarme del tiempo para volver atrás.
Llegué rápido a la estación de tren, dejando atrás aquel departamento, claro rastro de antiguos dolores que sólo persisten si no hay diálogo. Es un viaje largo el que me espera hasta San Miguel, pero por suerte llevo la guitarra, mi cuaderno y un lápiz. Sé que todo se va a solucionar, la tranquilidad de haber luchado contra mis propias falencias y de haber aprendido de mis errores me consuela frente a lo sucedido.
Sentado en el último asiento del vagón, tiemblo con el movimiento del tren, que poco a poco aumenta la velocidad y sale de la estación. Observo a la gente que me acompaña en este viaje: fauna joven con apariencia bohemia, de quien sale a explorar otros mundos, como estoy por hacerlo yo. El día está terminando, cae el sol detrás de la estación. Será que con el día finaliza también un periplo de tristezas, que sólo recordaré con una extraña nostalgia en algún día lluvioso. Comienza mi viaje.
Ahora lamento aún más haberla dejado, pero entiendo su accionar. Estuvimos algo más de dos años juntos, su vida era la mía, yo compartía todo con ella, y eso estaba bien para ambos. Sin embargo, hace tres meses me fui. Un día, sin motivos que pudiera explicar, tomé apresuradamente mis cosas y partí, sin dejar más rastros que el desorden hecho y un departamento medio vacío. No quería enfrentar a Helena ni dar ninguna explicación cuando no la tenía, sólo quería irme y que no me pregunte nada. Era costumbre de ella querer saber todo. Siempre tan curiosa, de todo preguntaba. Pero no era el momento de explicar. Ahora lo es. Me desespera querer verla, contarle, pedirle que esté conmigo y no encontrarla. Nunca pensé que iba a pagar tan caro mis arrebatos y errores. Pero sé también que esto debe ser mucho para ella, como lo es para mí. Soy conciente de mi egoísmo al actuar, pero también creo que en algún punto fue lo mejor que pude hacer.
Estuve algún tiempo en España, sintiendo que en algún momento iba a tener que explicar las razones de abrupta huida. Le escribí una carta a Helena con ese objetivo, pero por miedo nunca se la envié. Así que, luego de pensar un tiempo, decidí volver. Estaba mucho mejor, me hacía mucha falta estar con ella y quería que lo supiera. Pero no haberla encontrado me sumió en un profundo desconcierto.
La única solución que encuentro posible, es ir a San Miguel del Monte a buscarla, a entregarle la carta, a hablarle y escucharla. Ya no hay miedo, sino más bien una profunda necesidad de adueñarme del tiempo para volver atrás.
Llegué rápido a la estación de tren, dejando atrás aquel departamento, claro rastro de antiguos dolores que sólo persisten si no hay diálogo. Es un viaje largo el que me espera hasta San Miguel, pero por suerte llevo la guitarra, mi cuaderno y un lápiz. Sé que todo se va a solucionar, la tranquilidad de haber luchado contra mis propias falencias y de haber aprendido de mis errores me consuela frente a lo sucedido.
Sentado en el último asiento del vagón, tiemblo con el movimiento del tren, que poco a poco aumenta la velocidad y sale de la estación. Observo a la gente que me acompaña en este viaje: fauna joven con apariencia bohemia, de quien sale a explorar otros mundos, como estoy por hacerlo yo. El día está terminando, cae el sol detrás de la estación. Será que con el día finaliza también un periplo de tristezas, que sólo recordaré con una extraña nostalgia en algún día lluvioso. Comienza mi viaje.
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