3 de septiembre de 1973:
Llego a un lugar que no conocía, pero del que me habían hablado. A medida que voy entrando a San Miguel del Monte descubro con asombro los valles encerrados entre las montañas nevadas, y me imagino explorando esos lugares. Alejarme de la ciudad y acercarme a este refugio parece ser lo que me ayudará a reencontrarme con quien fui alguna vez.
No tengo donde alojarme, no quise programar nada, así que recurro a la gente del lugar en busca de algún sitio donde dormir. El almacenero del pueblo, José, me recomienda una cabaña que hay al pie de la montaña, y amablemente se ofrece a acompañarme hacia el lugar. Mientras me lleva en su vieja camioneta me cuenta sobre lo tranquilo que es vivir en San Miguel, y me garantiza una estadía placentera. Confirmo sus dichos tan sólo con mirar a mi alrededor: calles de tierra abundan y no hay veredas de cemento, sino más bien de pasto. Floridos canteros adornan las esquinas, y las casas son completamente de madera. La calle principal termina al chocar con un sendero, cuidadosamente adornado con plantas y flores, que bordea el río. Hay un puente de madera perfectamente conservado que, atravesando el cordón de agua, conduce a un empinado y verde sendero. Escalar ese gigante de rocas, tierra y pinos debe ser una experiencia maravillosa, y mucho más si al llegar a la cima el paisaje se torna blanco y nevado.
Al llegar a destino José me presenta a Carlos, el dueño de la cabaña, y luego se retira tras invitarme a recoger algunos víveres por su almacén. Carlos me ofrece su cabaña a cambio de trabajar medio turno como mesera en una pequeña confitería que posee sobre la avenida principal. Como no tengo planes de regresar a Buenos Aires tan pronto, acepto su propuesta. Además de tener donde dormir y donde trabajar, voy a tener tiempo para recorrer este maravilloso lugar y cambiar un poco el ritmo de vida.
Me dedico a instalarme mientras pienso ¿por qué tardé tanto en venir hasta acá? Presiento que tomé la decisión correcta, tenía que aislarme por un tiempo. Las encrucijadas no son mis aliadas y mi peor enemiga es la indecisión, pero ya no había lugar a dudas. La vida mustia de la ciudad con sus matices de gris ya no era una opción. Nunca fue un deseo y no quiero siga siendo una realidad.
Hace tiempo que siento que un cambio es necesario, y la partida de Martín funcionó como un detonador. Estar sin él me aterraba los primeros días, sobre todo porque no encuentro motivos en su accionar, pero poco a poco me fui convenciendo de que ya era hora de continuar, y un viaje me pareció la mejor forma de eliminar vestigios de miles de recuerdos que me acechaban. Necesitaba soledad.
4 de septiembre de 1973:
Tras haberme instalado el día de ayer, descansé para recuperarme del largo viaje que tuve. Me levanté temprano y ahora estoy en el río disfrutando del sol de la mañana. Mis pensamientos son mi única compañía durante estas horas, se me vienen recuerdos a la cabeza sobre todo lo que me ha pasado últimamente. Pienso mucho en Martín, y en como se fue sin decirme a dónde ni cuándo volvería. Insisto en que empezar de nuevo es lo mejor que puedo hacer, y la calma de este lugar me ayuda a comenzar de la mejor manera. Reflexionar me hizo perder la noción del tiempo: debo empezar a trabajar en dos horas, así que antes de comenzar decido salir a recorrer un poco el pueblo.
Me sorprende ver lo pequeño que es este lugar. No hay cine, sólo un pequeño teatro abandonado. La confitería parece ser el único punto de encuentro para la poca juventud que habita en este lugar, y la iglesia se adueña de la vida de San Miguel del Monte. Mientras camino la gente me saluda como si me conociera de toda la vida: la calidez de mis vecinos y el aire mezclado con el olor a tilo de los árboles que hay en las calles, me hacen sentir como en casa. De pronto siento una profunda paz, prueba de que mi retiro era necesario, y por otro lado tengo curiosidad por conocer mi nuevo trabajo.
Nunca había trabajado como mesera, en Buenos Aires era secretaria en una importante empresa transnacional. Siempre estaba rodeada de papeles, y mi oficina, aunque lujosa, era muy pequeña. Aquí, en cambio, todo parece ser hermoso, tranquilo y libre. Mi caminata queda interrumpida cuando encuentro a Carlos en la puerta de una antigua casona con un letrero que dice “Confitería Los ángeles”, así que me acerco a saludarlo. Aunque llego temprano, Carlos me lleva a conocer las instalaciones y me explica en qué se basará mi tarea, luego me da una bandeja, un guardapolvos viejo y me envía a atender a los primeros clientes que llegan. Como era de esperarse en un pueblo chico, los clientes ya sabían que me hospedaba en la cabaña de Carlos, que venía de Buenos Aires y que me iba a quedar allí por un tiempo.
- ¿Y en qué parte de Buenos Aires vivías? -, me pregunta una mujer mientras ayuda a su hijo a preparar el submarino que le serví.
- Viví mucho tiempo cerca del congreso -, contesté con vergüenza.
- ¿Y te gustaba?
- Sí, claro, pero siempre tuve la idea de cambiar de lugar.
- Ahhhh… Bueno, llegaste al lugar indicado. Y podes contar con nosotros cuando quieras, ¿sí? Digo, si necesitas alguna cosa…
- No me cabe la menor duda, fui muy bien recibida. ¡Gracias!
- Cualquier cosa yo atiendo en la mercería, soy Silvia.
- En un gusto conocerte, yo soy Helena, y muchísimas gracias por ofrecerte Silvia, en serio. Pero, ¿dónde queda la mercería?
- Ja ja ja, te vas a dar cuenta, porque es la única que hay.
- Listo, ¡mil gracias!
Así, me retiro de esa mesa, feliz. Me siento cómoda, como si ya formara parte de este lugar.
5 de noviembre de 1973:
El trabajo se desarrolla con tranquilidad, la confitería es hermosa y la gente muy amable. Durante estos meses hice algunas tareas de mantenimiento y decoración para que el lugar se viera mejor. Con Carlos nos llevamos bien, es un hombre muy sabio. Solemos perdernos en largas charlas sobre música y libros, pero de lo que más me gusta hablar con él es de este increíble lugar. Me parece tan misterioso pero tan familiar a la vez, que he decidido no irme de aquí. Aprendí mucho sobre la historia y los vecinos de San Martín. De hecho, cambié el turno del trabajo, así que ahora atiendo durante las mañanas y por las tardes me dedico a escribir, a caminar, a sentarme en la margen del río y tomar un poco de sol.
Al caer el sol, a eso de las siete, me voy a la plaza y les preparo unos mates a los artesanos, que con hermosos objetos adornan sus stands. La verdad es que disfruto mucho de su compañía: siempre tienen una anécdota para contar y muchas veces nos quedamos conversando hasta la madrugada, entre tortas fritas, mates y guitarras. He dejado de sentirme tan vacía, estoy feliz y muy relajada.
Martín me localizó por medio de mi mejor amiga Lía, que sabía que yo estaba en San Miguel. Me quedé atónita cuando, esta tarde, lo vi venir caminando por la calle principal, angustiado, pero feliz al verme caminar hacia él. No me opuse a verlo porque quiero oírlo, quiero saber. Me confesó que irse le hizo tan bien como a mí, y que incluso me escribió una carta que nunca me envió, pero que lo ayudó a decidirse y venir a buscarme. Hablamos y la tormenta pasó. Ahora está a mi lado mientras escribo. Hemos vuelto a vernos y lo demás… se verá con el tiempo. Mejor es no precipitarse.
Ambos nos hemos enamorado de este lugar, tiene un aura especial, como si el tiempo se detuviera. Los colores de la naturaleza nos invaden en un arco iris casi insondable, siempre hay algo nuevo, o algo que se redescubre. El día a día es hermoso, con música, charlas y muchísima tranquilidad; y la siesta, gran protagonista de las tardes, es una costumbre nueva, y creo, irremplazable. Con Martín estamos constantemente capturando cada situación, cada imagen, cada instante. Disfrutamos mucho de San Miguel del Monte. Acá somos nosotros mismos de nuevo, un nosotros nuevo.
Al caer el sol, a eso de las siete, me voy a la plaza y les preparo unos mates a los artesanos, que con hermosos objetos adornan sus stands. La verdad es que disfruto mucho de su compañía: siempre tienen una anécdota para contar y muchas veces nos quedamos conversando hasta la madrugada, entre tortas fritas, mates y guitarras. He dejado de sentirme tan vacía, estoy feliz y muy relajada.
Martín me localizó por medio de mi mejor amiga Lía, que sabía que yo estaba en San Miguel. Me quedé atónita cuando, esta tarde, lo vi venir caminando por la calle principal, angustiado, pero feliz al verme caminar hacia él. No me opuse a verlo porque quiero oírlo, quiero saber. Me confesó que irse le hizo tan bien como a mí, y que incluso me escribió una carta que nunca me envió, pero que lo ayudó a decidirse y venir a buscarme. Hablamos y la tormenta pasó. Ahora está a mi lado mientras escribo. Hemos vuelto a vernos y lo demás… se verá con el tiempo. Mejor es no precipitarse.
Ambos nos hemos enamorado de este lugar, tiene un aura especial, como si el tiempo se detuviera. Los colores de la naturaleza nos invaden en un arco iris casi insondable, siempre hay algo nuevo, o algo que se redescubre. El día a día es hermoso, con música, charlas y muchísima tranquilidad; y la siesta, gran protagonista de las tardes, es una costumbre nueva, y creo, irremplazable. Con Martín estamos constantemente capturando cada situación, cada imagen, cada instante. Disfrutamos mucho de San Miguel del Monte. Acá somos nosotros mismos de nuevo, un nosotros nuevo.
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